Eso fue lo que me
encontré en el buzón de mi casa hace unos días, en la portada de
una libreta pequeña con anillas que alguien debió dejar olvidada.
Pienso que tal vez tengo un cartero que, enamorado, escribe entre
esas cuadrículas tan perfectas sus sensaciones imperfectas, tal vez
sin la esperanza de que nadie las lea nunca, o de que la persona a la
que van dirigidas las lea nunca. Pienso también que ahora, al
tenerlas yo, sólo puedo transcribirlas para que quepa una mínima
posibilidad de que la destinataria las llegue a conocer. O también
puedo dejar la libretilla donde la encontré y rogar y rogar por que
el cartero la reconozca y se la lleve de vuelta, intacta, sólo
mancillada por mis dedazos y mi curiosidad. O puede ocurrir que el
destinatario fuera realmente yo, que alguien sabe por fin quién es
este interino errante y que no soy capaz de evitar hablar de este
tipo de situaciones raras en las que me veo envuelto a veces.
Dice así, las
reclamaciones por las faltas de ortografía al maestro armero, por
favor:
Quiero escribirte el
cuento más bonito del mundo porque si te escribiera el cuento más
bonito del inframundo estaría muerto y no me apetece estar muerto.
Corrijo sin cesar mis expresiones porque busco una que actúe como
llave y me permita acceder a ese recoveco de tu mente y de tu pecho
donde te encierras para no verme, para no notarme. Te lo prometí y
no sé si seré capaz de estar a la altura de mi promesa, así que me
paso las noches sin dormir buscando la historia, los personajes, la
situación, la chispa, el chiste, todos esos ladrillos invisibles que
construirían el relato que sería mi regalo perfecto para ti, de
ésos que nunca se devuelven ni aparecen, años después, olvidados
en las estaciones de tren, cubiertos de polvo y casi rogando por un
poco de atención.
Tiene que ser el más
bonito del mundo porque es para ti. Si fuera para cualquier otra
persona bastaría con algo normalito, medio elaborado, tal vez
resultón pero sin todo lo que hace falta para que jamás te olvides
de sus líneas, de sus puntos y aparte y de sus comas mal colocadas.
Mientras busco las palabras adecuadas para escribir el cuento más
bonito del mundo me entretengo garabateando en libretas frases y
giros que a veces me parecen geniales y otras miserables. A veces
incluso utilizo el teléfono para anotar ocurrencias que luego olvido
y me causa un placer inmenso encontrarlas al cabo de los días. Todo
es como un gran puzzle, que se va resolviendo poco a poco pero que no
tiene todas las piezas colocadas aún. Curioso, porque hay otro
puzzle que sí está completo y que precisamente me empuja a querer
escribirte todos los cuentos más bonitos del mundo.
También sé que si te
escribiera el cuento más bonito del mundo sería el último cuento
que escribiría. Escriben quienes no pueden vivir, igual que gritan
quienes no pueden hablar. Lo que ocurre es que realmente no quiero
escribir ese cuento, sino que quiero vivirlo, contigo. No busco más
lectores que tú pero me gustaría que no fueras una lectora, sino
una presencia física, un desayuno y una comida y una cena y una
noche, o todas las noches, de cháchara y vueltas y sudores y frío y
dolor y placer y entrega. Igual que la canción, te pido que me sigas
hasta el final de la noche y hasta el final de mi locura, pero sin
ponerles fin realmente, dejando que la noche y mi locura sean el
regalo que sustituya, humildemente, al cuento más bonito del mundo
que no sé si podré escribir porque no sé si estará a la altura de
tus ojos, tu cara, tu pelo, tus manos, tus caderas, tus lunares y tus
besos.
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