Al igual que en la novela
de Nigel Rickembacker, el señor Arnolfini entró en la habitación y
se encontró con una caja que le habló. La caja le dijo cosas
maravillosas y duras, le dijo todo lo que siempre y nunca había
querido oír. Al mismo tiempo.
La caja estaba poco
ornamentada, tenía simplemente unas asideras a los lados y parecía
haber sido fabricada siglos atrás, pero aún así las palabras que
de ella salieron fueron para el señor Arnolfini tal revelación que
después de oírlas ya no fue nunca más el mismo.
A los pocos días de la
conversación, abandonó a su mujer y su negocio. Salió una mañana
de casa y no se volvió a saber de él en el barrio de San Telmo,
hasta tal punto que sigue siendo el día de hoy y cuando un hombre,
oscuras o claras las razones que le lleven a ello, abandona su vida y
a su familia, recibe el apelativo poco cariñoso de “arnolfo”.
Tanto caló su ausencia entre el vecindario que hasta ese momento le
apreciaba y le quería por su locuacidad y su buen humor, que todos
se volcaron en atender a la esposa abandonada, quien al principio no
tuvo fuerzas para tomar las riendas de un negocio que, habiendo sido
próspero, estaba en franco declive desde que el señor Arnolfini
comenzara a hacerse preguntas sobre cosas que hasta entonces habían
estado muy alejadas de sus preocupaciones cotidianas.
Sigfrida, hija de un
comerciante de Jena y casada en primeras nupcias, y enamorada, con el
señor Arnolfini, nunca fue capaz de entender la razón por la que su
marido, que siempre había dado muestras de una estabilidad mental a
prueba de bombas, decidió un día hacer el petate sin dignarse
siquiera a despedirse de la forma apropiada, tal como su padre había
hecho con su madre o como su abuelo había hecho con una tal
Doramunda Pilsen, que no era su abuela pero que aparecía en todas
las fotos que conservaba de él.
Los amigos, si así se
puede llamar a quienes compartían naipes y tragos con el señor
Arnolfini en la taberna de Ludovico, emigrante de origen oscuro pero
con acento polaco muy evidente, culparon de todo a la sangre
italiana, napolitana para más señas, que corría por las venas del
señor Arnolfini.
-Siempre os dije que de
un italiano no se puede fiar uno, ¿o no os lo dije? - repetía
incansable el abuelo Mortimer, decano de los bebedores del barrio de
San Telmo, antiguo marinero de quien los rumores decían que tenía
más hijos desperdigados por los puertos del mundo que dedos en las
manos.
A lo que habitualmente el
conde Barufski, exiliado ruso dedicado a no se sabe muy bien qué
negocio de importaciones, respondía airadamente haciendo referencias
a las filias que el señor Arnolfini había demostrado siempre hacia
los bolcheviques que le habían obligado a abandonar su país tras
“quitarme las tierras, la casa y el servicio”. Servicio que, para
que conste, estaba conformado por dos ucranianas de amplias caderas,
una cocinera georgiana de edad indefinida con arrugas que la
acompañaban desde su juventud y un viejo cosaco que se ocupaba del
jardín y podaba las flores como si cortara cabezas de enemigos
hunos, turcos o sabe dios de dónde.
Si a alguno de todos
ellos le hubieran importado lo más mínimo las cuestiones belicosas,
Rusia, Polonia, Alemania y los siete mares hubieran declarado la
guerra a una Italia que el señor Arnolfini conocía más por las
historias de los emigrantes que se acercaban a su negocio a pedir
consejo que por sus propias experiencias.
Por su parte, la caja
poco ornamentada con asideras había pasado por muchas manos a lo
largo de su vida. Desde un comerciante judío de Hamburgo que la tuvo
que malvender, cuando sus telas pasaron de moda, a un granjero
escandinavo que cierto día encontró a su esposa con un mozo de
cuadras en actitud poco decorosa y decidió que no había muerte más
digna que arrojarse al vacío desde uno de los picos de los montes
Koljen. El joven mozo de cuadras, de apellido Larsson, no opinaba lo
mismo pero fue el involuntario protagonista de la fantasía de muerte
digna del granjero. Cayó a plomo, y mientras exhalaba su último
aliento pudo notar el llanto lejano de la esposa del granjero. Nunca
supo que el llanto se debía a la detención, brutal, del granjero a
manos de los gendarmes altos y rubios que la misma esposa había
convocado en cuanto supo de las intenciones de su marido. El joven
mozo de cuadras murió feliz. O eso cuentan. La granjera, debido al
encarcelamiento de su esposo, vio cómo la caja, junto con todas sus
pertenencias, pasaba a depositarse en un húmedo sótano de los
juzgados de cierta capital nórdica mientras se resolvía el juicio
contra su granjero, y fue ahí donde Johann, vigilante con serios
problemas de adicción al juego, la vio y la recuperó para la
circulación, entregándosela sin contemplaciones al barbudo Bernini,
prestamista oficial de todos los perdedores de la ciudad y
extraoficial de todos los potentados que necesitaban satisfacer los
caprichos caros de sus amantes. Cuando Bernini cayó en desgracia por
excederse en sus exigencias de devolución de un préstamo al fiscal
Rostemberg, quien le había pedido más de 2000 coronas para cubrir
en un manto de silencio la desgraciada apoplejía de su hijo menor en
el prostíbulo más piojoso de la ciudad, lo único que pudo
llevarse, por las prisas, fue la caja, asida por las asideras,
mientras dejaba atrás sus préstamos, sus intereses del 15% y a un
gran número de deudores encantados. Fue Bernini quien, recién
llegado a San Telmo, preguntó por algún italiano que pudiera
ayudarle y todos le remitieron al negocio del señor Arnolfini, quien
no tuvo inconveniente en hacerse con la caja a cambio de unos días
de hospedaje y varios buenos consejos comerciales, que por supuesto
Bernini desoyó. Tal vez si Bernini hubiera atendido a lo que el
señor Arnolfini le había dicho, no hubiera sido su cuerpo el que
apareció flotando cerca de un barco de pabellón noruego que acababa
de fondear en el puerto para recoger un cargamento de coque vendido
en una operación mercantil cuyo intermediario, un tal Mortimer, se
había embolsado el 15% como comisión.
La caja pasó años en la
habitación vacía del último piso de la casa que ocupaban el señor
Arnolfini y Sigfrida, hasta que el señor Arnolfini la olvidó por
completo. Pero cierto día apareció por su negocio un hombre con
fuerte acento alemán que le planteó tres preguntas después de
haberse presentado como “Himberg, antiguo comerciante de telas y
actualmente titiritero y prestidigitador”. Las tres preguntas nadie
las conoce, pero sumieron al señor Arnolfini, que nunca se refirió
a ellas más que como “mis tres desgracias”, en un estado de
apatía tal que desatendió el negocio, a su esposa y a sus amigos.
Un sábado, casi a la hora de cierre, entró en el negocio una señora
rubia, entrada en años y que dijo responder al apellido de Persson.
Cuentan las malas lenguas que salió del establecimiento arreglándose
la blusa, como si se la hubiera quitado, pero el señor Arnolfini,
famoso por su rectitud y moralidad, sólo quiso responder a los
rumores con un lacónico “mis tres desgracias son desde hace tiempo
cuatro”.
Todos en el barrio se
olvidaron de estas anécdotas hasta que el señor Arnolfini
desapareció. Lo que le dijo la caja sigue siendo un misterio porque
nadie ha vuelto a verle jamás. Lo que sí es cierto es que Sigfrida,
tras pasar un dolor tremendo, reformó el negocio decadente y comenzó
a vender telas, con tal éxito que pudo comprar una granja en las
afueras, tal como había soñado de niña en Jena, y llegó a
convertirse en la prestamista oficial de todos los perdedores de la
ciudad y extraoficial de todos los potentados que necesitaban
satisfacer los caprichos caros de sus amantes. Nunca supo de la
existencia de la caja con asideras a los lados.
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