¿Te ha tocado dar vueltas por ahí como una peonza? ¿Tienes más especialidades acreditadas de las que puedes recordar? ¿Conoces pueblos y ciudades de CyL? ¿Tu coche tiene más de 150.000 kilómetros? ¿Te jode que echen sal en las carreteras cuando no nieva ni va a nevar? ¿Tiras con media jornada y te han puesto un horario de mierda? Pues a lo mejor te interesa leer esto. Bueno, o no, pero da igual, yo lo pongo de todas formas.

viernes, 3 de agosto de 2012

El señor Arnolfini se ha ido


Al igual que en la novela de Nigel Rickembacker, el señor Arnolfini entró en la habitación y se encontró con una caja que le habló. La caja le dijo cosas maravillosas y duras, le dijo todo lo que siempre y nunca había querido oír. Al mismo tiempo.

La caja estaba poco ornamentada, tenía simplemente unas asideras a los lados y parecía haber sido fabricada siglos atrás, pero aún así las palabras que de ella salieron fueron para el señor Arnolfini tal revelación que después de oírlas ya no fue nunca más el mismo.

A los pocos días de la conversación, abandonó a su mujer y su negocio. Salió una mañana de casa y no se volvió a saber de él en el barrio de San Telmo, hasta tal punto que sigue siendo el día de hoy y cuando un hombre, oscuras o claras las razones que le lleven a ello, abandona su vida y a su familia, recibe el apelativo poco cariñoso de “arnolfo”. Tanto caló su ausencia entre el vecindario que hasta ese momento le apreciaba y le quería por su locuacidad y su buen humor, que todos se volcaron en atender a la esposa abandonada, quien al principio no tuvo fuerzas para tomar las riendas de un negocio que, habiendo sido próspero, estaba en franco declive desde que el señor Arnolfini comenzara a hacerse preguntas sobre cosas que hasta entonces habían estado muy alejadas de sus preocupaciones cotidianas.

Sigfrida, hija de un comerciante de Jena y casada en primeras nupcias, y enamorada, con el señor Arnolfini, nunca fue capaz de entender la razón por la que su marido, que siempre había dado muestras de una estabilidad mental a prueba de bombas, decidió un día hacer el petate sin dignarse siquiera a despedirse de la forma apropiada, tal como su padre había hecho con su madre o como su abuelo había hecho con una tal Doramunda Pilsen, que no era su abuela pero que aparecía en todas las fotos que conservaba de él.

Los amigos, si así se puede llamar a quienes compartían naipes y tragos con el señor Arnolfini en la taberna de Ludovico, emigrante de origen oscuro pero con acento polaco muy evidente, culparon de todo a la sangre italiana, napolitana para más señas, que corría por las venas del señor Arnolfini.

-Siempre os dije que de un italiano no se puede fiar uno, ¿o no os lo dije? - repetía incansable el abuelo Mortimer, decano de los bebedores del barrio de San Telmo, antiguo marinero de quien los rumores decían que tenía más hijos desperdigados por los puertos del mundo que dedos en las manos.

A lo que habitualmente el conde Barufski, exiliado ruso dedicado a no se sabe muy bien qué negocio de importaciones, respondía airadamente haciendo referencias a las filias que el señor Arnolfini había demostrado siempre hacia los bolcheviques que le habían obligado a abandonar su país tras “quitarme las tierras, la casa y el servicio”. Servicio que, para que conste, estaba conformado por dos ucranianas de amplias caderas, una cocinera georgiana de edad indefinida con arrugas que la acompañaban desde su juventud y un viejo cosaco que se ocupaba del jardín y podaba las flores como si cortara cabezas de enemigos hunos, turcos o sabe dios de dónde.

Si a alguno de todos ellos le hubieran importado lo más mínimo las cuestiones belicosas, Rusia, Polonia, Alemania y los siete mares hubieran declarado la guerra a una Italia que el señor Arnolfini conocía más por las historias de los emigrantes que se acercaban a su negocio a pedir consejo que por sus propias experiencias.

Por su parte, la caja poco ornamentada con asideras había pasado por muchas manos a lo largo de su vida. Desde un comerciante judío de Hamburgo que la tuvo que malvender, cuando sus telas pasaron de moda, a un granjero escandinavo que cierto día encontró a su esposa con un mozo de cuadras en actitud poco decorosa y decidió que no había muerte más digna que arrojarse al vacío desde uno de los picos de los montes Koljen. El joven mozo de cuadras, de apellido Larsson, no opinaba lo mismo pero fue el involuntario protagonista de la fantasía de muerte digna del granjero. Cayó a plomo, y mientras exhalaba su último aliento pudo notar el llanto lejano de la esposa del granjero. Nunca supo que el llanto se debía a la detención, brutal, del granjero a manos de los gendarmes altos y rubios que la misma esposa había convocado en cuanto supo de las intenciones de su marido. El joven mozo de cuadras murió feliz. O eso cuentan. La granjera, debido al encarcelamiento de su esposo, vio cómo la caja, junto con todas sus pertenencias, pasaba a depositarse en un húmedo sótano de los juzgados de cierta capital nórdica mientras se resolvía el juicio contra su granjero, y fue ahí donde Johann, vigilante con serios problemas de adicción al juego, la vio y la recuperó para la circulación, entregándosela sin contemplaciones al barbudo Bernini, prestamista oficial de todos los perdedores de la ciudad y extraoficial de todos los potentados que necesitaban satisfacer los caprichos caros de sus amantes. Cuando Bernini cayó en desgracia por excederse en sus exigencias de devolución de un préstamo al fiscal Rostemberg, quien le había pedido más de 2000 coronas para cubrir en un manto de silencio la desgraciada apoplejía de su hijo menor en el prostíbulo más piojoso de la ciudad, lo único que pudo llevarse, por las prisas, fue la caja, asida por las asideras, mientras dejaba atrás sus préstamos, sus intereses del 15% y a un gran número de deudores encantados. Fue Bernini quien, recién llegado a San Telmo, preguntó por algún italiano que pudiera ayudarle y todos le remitieron al negocio del señor Arnolfini, quien no tuvo inconveniente en hacerse con la caja a cambio de unos días de hospedaje y varios buenos consejos comerciales, que por supuesto Bernini desoyó. Tal vez si Bernini hubiera atendido a lo que el señor Arnolfini le había dicho, no hubiera sido su cuerpo el que apareció flotando cerca de un barco de pabellón noruego que acababa de fondear en el puerto para recoger un cargamento de coque vendido en una operación mercantil cuyo intermediario, un tal Mortimer, se había embolsado el 15% como comisión.

La caja pasó años en la habitación vacía del último piso de la casa que ocupaban el señor Arnolfini y Sigfrida, hasta que el señor Arnolfini la olvidó por completo. Pero cierto día apareció por su negocio un hombre con fuerte acento alemán que le planteó tres preguntas después de haberse presentado como “Himberg, antiguo comerciante de telas y actualmente titiritero y prestidigitador”. Las tres preguntas nadie las conoce, pero sumieron al señor Arnolfini, que nunca se refirió a ellas más que como “mis tres desgracias”, en un estado de apatía tal que desatendió el negocio, a su esposa y a sus amigos. Un sábado, casi a la hora de cierre, entró en el negocio una señora rubia, entrada en años y que dijo responder al apellido de Persson. Cuentan las malas lenguas que salió del establecimiento arreglándose la blusa, como si se la hubiera quitado, pero el señor Arnolfini, famoso por su rectitud y moralidad, sólo quiso responder a los rumores con un lacónico “mis tres desgracias son desde hace tiempo cuatro”.

Todos en el barrio se olvidaron de estas anécdotas hasta que el señor Arnolfini desapareció. Lo que le dijo la caja sigue siendo un misterio porque nadie ha vuelto a verle jamás. Lo que sí es cierto es que Sigfrida, tras pasar un dolor tremendo, reformó el negocio decadente y comenzó a vender telas, con tal éxito que pudo comprar una granja en las afueras, tal como había soñado de niña en Jena, y llegó a convertirse en la prestamista oficial de todos los perdedores de la ciudad y extraoficial de todos los potentados que necesitaban satisfacer los caprichos caros de sus amantes. Nunca supo de la existencia de la caja con asideras a los lados.

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