Ayer era sábado noche y
no salí. Me fui pronto a la cama y esta mañana madrugué. Me hago
mayor, espero que carroza no. Con estos antecedentes, que nadie se
extrañe si lo que voy a poner hoy aquí es un sueño. O el recuerdo
de un sueño. ¿No le pasa a nadie que cuando sale por la noche luego
no sueña? A mí es lo que me pasa, seguramente porque llego con
alguna copa de más y lo único que puede hacer mi cerebro es
desconectar hasta el día siguiente, o el mismo día unas horas
después, según se mire. Últimamente me apetece mucho que pasen los
días y me gusta irme a la cama, y muchas veces espero soñar algo
entretenido y que me acuerde después, porque llevaba ya una
temporada en la que no me acordaba de los sueños que tenía y estaba
empezando a pensar que la abulia veraniega lograba hacer estragos en
mi mente. Tal vez sólo se sueña cuando se tienen cosas que decir,
no sé.
En este caso, el sueño
me pareció raro. Es posible que me lo haya inventado. Es posible que
no lo haya soñado yo y sea fruto de las ondas que emiten mi vecino
de arriba y la abuela joven de abajo. O el violinista del piso de al
lado y las bolsas de basura de colores varios de delante del portal.
No sé, en esta época de ondas de todo tipo que nos bombardean uno
ya no sabe cuándo le llegan las buenas o las malas. Preferiré
pensar que son las del vecino de arriba, que tiene un perro majete, y
las del violinista que estrella las crines de caballo de su arco
contra unas cuerdas que, si no las usásemos para ahorcar corcheas,
servirían para hacer sonar a los pedagogos.
El sueño fue asín (sic)
Camino por la calle y
veo a un señor con un sombrero de algodón que me dice que busque
una moneda en el suelo mientras salen de su boca burbujas de aire,
como si estuviera debajo del agua, pero su pelo y su ropa obedecen a
las leyes de la gravedad como si estuviera en tierra. Mi ropa y mi
pelo no. De repente me encuentro buceando en el Mar Muerto y no floto
porque he cenado algo con mucha sal, que además me da mucha sed y me
obliga a dar muchas bocanadas de agua que resulta que puedo respirar.
Nado un poco a crol y aparezco en el coche de un amigo, saliendo y
entrando repetidamente en una misma escena, pero cambiando de ropa y
de peinado en cada toma, como si fuera algún efecto raro de una
película de humor. Me huelo el sobaco y noto que tengo antojo de
costillas, entonces me toco la costilla y me sale del riñón un
pollo al ajillo que, sin tocar el plato, echa a correr hasta que se
tira en plancha sobre una palangana llena de chorizos criollos que,
vivitos y coleando, me dan cierta pena porque sé que acabaremos
haciéndolos picadillo. Vuelvo a beber agua del Mar Muerto y floto en
el aire mientras hallo la solución perfecta al conflicto
palestino-israelí. “Dejemos la tierra como el mar”, me susurra
estridentemente un loro gigante que tiene cara de buena persona y
garras como choricillos al vino. En el pico porta una braga color
carne que no le entra por la cintura, por lo que le grito “¡gordo!”
mientras él se pone a cantar como un niño de San Ildefonso el
número 58268, que yo apunto con frenesí en mi brazo izquierdo,
mientras recuerdo que hay alguien que me mira desde enfrente. Me
dirijo hacia enfrente, pero enfrente ya es de lado y yo voy y me
caigo. Me vuelvo a levantar y estoy en un camión que avanza sin
frenos hacia una cuneta que se vuelve cuñeta y me hace la puñeta.
No sé qué son las cuñetas pero en ese momento todo tiene mucho
sentido. “Serán cuñas catalanas”, pienso, “pero qué carajo
hago yo en Cataluña si este año no me ha apetecido butifarra”. Un
ejército de fuets salen de la etiqueta de Tarradellas y avanzan
hacia mí y hacia la cuñeta, utilizan una formación en flecha, muy
útil para la ofensiva, pero totalmente ignorantes de que tengo
varios cuchillos de Ikea que cortan como dios y que, habiendo
aparecido en mi bolsillo, me hacen sangrar por el ojo. Lloro sangre y
río mierda, me huele el aliento a flores de Bach y sé que puedo
encender una cerilla con la ceja, con la única ceja que me va de una
oreja a otra y que a veces me dejo larga y me ato con una gomita que
últimamente venía llevando en la muñeca de trapo que encaja
perfectamente en el bolso de atrás de mis vaqueros con dobladillo.
Los fuets se dejan comer por los cuchillos hambrientos y follan unos
con otros en una orgía de tripas y grasa que termina convirtiéndose
en un bollo industrial que se me queda mirando, solicitando
audiencia. “Si estuvieras relleno de crema hidratante te comería,
estoy seco”, le digo, pero como es un bollo recubierto de chocolate
negro paso de él y me lanzo carretera abajo hasta que llego a un bar
de Madrid donde interpretan un musical soviético basado en las
andanzas de un jovencísimo Lenin que hizo aparecer un boletus y
regaló botas de fieltro a una joven llamada Katia. No me puedo
quedar hasta el final porque me apremia una voz familiar, que no
identifico y que no me suena de nada pero me es familiar. La voz me
saca del catre de latón en el que estoy atado con cintas de quesitos
minibabybel. Vuelvo a intentar beber de una cantimplora con agua del
Mar Muerto que flota en el aire. No sale agua, sale arena y me sabe a
gelatina de melocotón, que vomito porque el melocotón sólo me
gusta en escabeche. Sigo oyendo la voz, que me dice que me dé prisa
porque el Mar Muerto va a revivir y me quiere ver. Se me deshace la
coleta de la ceja y no veo nada de repente. Todo negro. Cae un telón
y salen siete enanitos vestidos de policía nacional que se pegan
entre sí por ser el primero en subir una cuesta eterna que no lleva
a más sitio que al fin del mundo. Los sigo un rato y me canso a
mitad de trayecto, pido a alguien que me empuje y aparece una mano
que me agarra de los riñones y me da un masaje renal que termina
haciendo que vomite una piedra pómez del tamaño de un borrador de
pizarra Vileda. Entono el mea culpa y la culpa mea sobre mí cerveza
que bebo con ansiedad, mientras a la culpa acaba saliéndosele el
pecho por la boca, o la boca por el pecho, o lo que sea porque ya no
veo bien, tengo 23 dioptrías y me ponen un microscopio como gafas.
Veo las estrellas y el subsuelo, los átomos y hasta los bosones,
pero me falta algo y me pongo a cavilar mientras un niño zurdo tira
con fuerza de mis gafas microscópicas gigantes y me saca un ojo.
Sale una canción por la cuenca vacía y suena Silvio Rodríguez en
el altavoz de mi frente. Ahora soy una cadena musical y no me
funciona el DVD. Pienso en volver al vinilo pero se me olvida. Vuelvo
a ser yo en una parada de autobús. Sentado, doliente y hablando
solo. Sólo faltaría que me encontrase alguien. Y me encuentra.
“Menos mal que estaba esperándote”, digo yo. Y me desmayo, pero
ya sin sed.
Fijo
que cené algo raro.
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