¿Te ha tocado dar vueltas por ahí como una peonza? ¿Tienes más especialidades acreditadas de las que puedes recordar? ¿Conoces pueblos y ciudades de CyL? ¿Tu coche tiene más de 150.000 kilómetros? ¿Te jode que echen sal en las carreteras cuando no nieva ni va a nevar? ¿Tiras con media jornada y te han puesto un horario de mierda? Pues a lo mejor te interesa leer esto. Bueno, o no, pero da igual, yo lo pongo de todas formas.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Tres canciones para una verbena IV

Retomo esta sección musical. Hoy me ha salido sureña, entre sevillana y granaína. Son canciones para sonreír mientras recuerdo que tengo una verbena pendiente.




Los Evangelistas. Serrana de Pepe el de la Matrona. Poesía


Grupo de Expertos Sol y Nieve. Blues de chillando en un cubo. Una letra interesante de la que firmaría estrofas enteras, y otras no. Firmaría las que son pa bien, claro.


Sr. Chinarro. Tímidos. No hace falta que la comente, creo.




domingo, 26 de agosto de 2012

La noche inventada

Ayer era sábado noche y no salí. Me fui pronto a la cama y esta mañana madrugué. Me hago mayor, espero que carroza no. Con estos antecedentes, que nadie se extrañe si lo que voy a poner hoy aquí es un sueño. O el recuerdo de un sueño. ¿No le pasa a nadie que cuando sale por la noche luego no sueña? A mí es lo que me pasa, seguramente porque llego con alguna copa de más y lo único que puede hacer mi cerebro es desconectar hasta el día siguiente, o el mismo día unas horas después, según se mire. Últimamente me apetece mucho que pasen los días y me gusta irme a la cama, y muchas veces espero soñar algo entretenido y que me acuerde después, porque llevaba ya una temporada en la que no me acordaba de los sueños que tenía y estaba empezando a pensar que la abulia veraniega lograba hacer estragos en mi mente. Tal vez sólo se sueña cuando se tienen cosas que decir, no sé.

En este caso, el sueño me pareció raro. Es posible que me lo haya inventado. Es posible que no lo haya soñado yo y sea fruto de las ondas que emiten mi vecino de arriba y la abuela joven de abajo. O el violinista del piso de al lado y las bolsas de basura de colores varios de delante del portal. No sé, en esta época de ondas de todo tipo que nos bombardean uno ya no sabe cuándo le llegan las buenas o las malas. Preferiré pensar que son las del vecino de arriba, que tiene un perro majete, y las del violinista que estrella las crines de caballo de su arco contra unas cuerdas que, si no las usásemos para ahorcar corcheas, servirían para hacer sonar a los pedagogos.

El sueño fue asín (sic)


Camino por la calle y veo a un señor con un sombrero de algodón que me dice que busque una moneda en el suelo mientras salen de su boca burbujas de aire, como si estuviera debajo del agua, pero su pelo y su ropa obedecen a las leyes de la gravedad como si estuviera en tierra. Mi ropa y mi pelo no. De repente me encuentro buceando en el Mar Muerto y no floto porque he cenado algo con mucha sal, que además me da mucha sed y me obliga a dar muchas bocanadas de agua que resulta que puedo respirar. Nado un poco a crol y aparezco en el coche de un amigo, saliendo y entrando repetidamente en una misma escena, pero cambiando de ropa y de peinado en cada toma, como si fuera algún efecto raro de una película de humor. Me huelo el sobaco y noto que tengo antojo de costillas, entonces me toco la costilla y me sale del riñón un pollo al ajillo que, sin tocar el plato, echa a correr hasta que se tira en plancha sobre una palangana llena de chorizos criollos que, vivitos y coleando, me dan cierta pena porque sé que acabaremos haciéndolos picadillo. Vuelvo a beber agua del Mar Muerto y floto en el aire mientras hallo la solución perfecta al conflicto palestino-israelí. “Dejemos la tierra como el mar”, me susurra estridentemente un loro gigante que tiene cara de buena persona y garras como choricillos al vino. En el pico porta una braga color carne que no le entra por la cintura, por lo que le grito “¡gordo!” mientras él se pone a cantar como un niño de San Ildefonso el número 58268, que yo apunto con frenesí en mi brazo izquierdo, mientras recuerdo que hay alguien que me mira desde enfrente. Me dirijo hacia enfrente, pero enfrente ya es de lado y yo voy y me caigo. Me vuelvo a levantar y estoy en un camión que avanza sin frenos hacia una cuneta que se vuelve cuñeta y me hace la puñeta. No sé qué son las cuñetas pero en ese momento todo tiene mucho sentido. “Serán cuñas catalanas”, pienso, “pero qué carajo hago yo en Cataluña si este año no me ha apetecido butifarra”. Un ejército de fuets salen de la etiqueta de Tarradellas y avanzan hacia mí y hacia la cuñeta, utilizan una formación en flecha, muy útil para la ofensiva, pero totalmente ignorantes de que tengo varios cuchillos de Ikea que cortan como dios y que, habiendo aparecido en mi bolsillo, me hacen sangrar por el ojo. Lloro sangre y río mierda, me huele el aliento a flores de Bach y sé que puedo encender una cerilla con la ceja, con la única ceja que me va de una oreja a otra y que a veces me dejo larga y me ato con una gomita que últimamente venía llevando en la muñeca de trapo que encaja perfectamente en el bolso de atrás de mis vaqueros con dobladillo. Los fuets se dejan comer por los cuchillos hambrientos y follan unos con otros en una orgía de tripas y grasa que termina convirtiéndose en un bollo industrial que se me queda mirando, solicitando audiencia. “Si estuvieras relleno de crema hidratante te comería, estoy seco”, le digo, pero como es un bollo recubierto de chocolate negro paso de él y me lanzo carretera abajo hasta que llego a un bar de Madrid donde interpretan un musical soviético basado en las andanzas de un jovencísimo Lenin que hizo aparecer un boletus y regaló botas de fieltro a una joven llamada Katia. No me puedo quedar hasta el final porque me apremia una voz familiar, que no identifico y que no me suena de nada pero me es familiar. La voz me saca del catre de latón en el que estoy atado con cintas de quesitos minibabybel. Vuelvo a intentar beber de una cantimplora con agua del Mar Muerto que flota en el aire. No sale agua, sale arena y me sabe a gelatina de melocotón, que vomito porque el melocotón sólo me gusta en escabeche. Sigo oyendo la voz, que me dice que me dé prisa porque el Mar Muerto va a revivir y me quiere ver. Se me deshace la coleta de la ceja y no veo nada de repente. Todo negro. Cae un telón y salen siete enanitos vestidos de policía nacional que se pegan entre sí por ser el primero en subir una cuesta eterna que no lleva a más sitio que al fin del mundo. Los sigo un rato y me canso a mitad de trayecto, pido a alguien que me empuje y aparece una mano que me agarra de los riñones y me da un masaje renal que termina haciendo que vomite una piedra pómez del tamaño de un borrador de pizarra Vileda. Entono el mea culpa y la culpa mea sobre mí cerveza que bebo con ansiedad, mientras a la culpa acaba saliéndosele el pecho por la boca, o la boca por el pecho, o lo que sea porque ya no veo bien, tengo 23 dioptrías y me ponen un microscopio como gafas. Veo las estrellas y el subsuelo, los átomos y hasta los bosones, pero me falta algo y me pongo a cavilar mientras un niño zurdo tira con fuerza de mis gafas microscópicas gigantes y me saca un ojo. Sale una canción por la cuenca vacía y suena Silvio Rodríguez en el altavoz de mi frente. Ahora soy una cadena musical y no me funciona el DVD. Pienso en volver al vinilo pero se me olvida. Vuelvo a ser yo en una parada de autobús. Sentado, doliente y hablando solo. Sólo faltaría que me encontrase alguien. Y me encuentra. “Menos mal que estaba esperándote”, digo yo. Y me desmayo, pero ya sin sed.

Fijo que cené algo raro.

viernes, 24 de agosto de 2012

Encuentros con entidades

-Perdone, ¿usted es TranTranPalenque?
-Sí, ¿cómo me ha reconocido?
-Ese bombín, esas cejas y ese bigote son muy característicos... no obstante reconozco que he estado a punto de no dirigirme a usted. Tenía miedo de equivocarme de persona.
-Pues ya ve usted que no se ha equivocado. Efectivamente soy TranTranPalenque. El único e inimitable, para más señas.
-Pues me causa una gran alegría conocerle, soy seguidor de todo lo que hace.
-¿Y le gusta?
-Todo lo que hace, claro.
-Me refería a si le gusta ser seguidor mío. A mí me gusta que usted lo sea.
-Sí, eso también, es una actividad que llena de interés las horas muertas que colecciono tras mi jubilación.
-Pues no se hable más, entre usted conmigo en esta tasca y tomémonos un vinate perronero.
-Me encantaría, pero el médico me ha prohibido el acohol y los estimulantes.
-Pues el vinate perronero me lo tomo yo, y mientras usted puede pedir un bitter o un mosto o un biosolán. No me irá usted a decir que el médico también le ha prohibido entrar en bares...
-No, eso por ahora no, pero entiéndame, yo es que he sido muy de largo recorrido. Cuando era más joven me gustaba incluso el olor a la ginebra Kiber. ¿Se acuerda? Era la ginebra con la que desinfectaban las barras... En alguna ocasión he llegado a lamer la barra de un bar...
-¡No me diga! Eso es señal de que estaba usted en manos de Baco... mal asunto.
-Y tanto. Mi amigo Dionisio, además, me insultaba cuando me veía hacerlo. Me gritaba en voz baja cosas del estilo “¡Arre, so, baco, esto es un atraco, que cada perro se lama su pijo y cada palo aguante su vela, sin cera, sin llama y sin ganas!”
-No entiendo esas palabras, la verdad. Pero no se me haga el remolón y entre, hombre, que no deja pasar a los clientes.
-¡Perdón, perdón! Es que me pongo en un umbral y me entra complejo de puerta, me quedo como paralizado.
-A mí me pasa algo similar, pero lo mío es complejo de pasillo.
-Pues imagínese, si encontramos a alguien con complejo de paragüero ya tenemos para la entrada de un piso...
-Me cae usted bien, pero no se pase...
-Pues me quedo aquí, pero hacer de puerta es a veces cansado, ya se lo advierto.
-Ande, pase. Dígame qué le pido.
-Un café con leche, si es tan amable.
-¿Con gotas?
-Prefiero un chorrito, si no sabe demasiado a café.
-¿De qué habla usted?
-De leche, claro está.
-Yo hablaba de coñac.
-Ah, carajo, pues entonces pídame tres.
-¿Tres gotas?
-No, tres cafés.
-¿Tres cafés?
-Sí, uno con leche, otro con gotas y otro sin gotas.
-Pero el sin gotas, ¿con leche?
-No, sin gotas ni leche, y con sacarina.
-Vamos, un solo con sacarina.
-Sí, pero americano, largo de agua y en vaso de cristal.
-Está resultándome usted muy exigente, qué quiere que le diga.
-Ya, pero es usted una patata con bigote y bombín, creo que me puedo permitir el lujo de ser exigente.
-En eso tiene razón. Además me sobra el dinero y, por otra parte, el problema con los estimulantes lo tiene usted, no yo.
-Pues dele duro, TranTranPalenque, y pídame los tres cafés. Mientras tanto yo pondré un disco en la gramola.
-De acuerdo, y si me permite una sugerencia, que suene “Maki, maki”.
-Le veo a usted con filias balcánicas, ¿eh?
-Claro, es el único lugar del mundo donde todavía se puede disparar al cielo tras un trago y llevar bigote con garantías.
-Pues que sepa usted que en mi barrio también se puede disparar al cielo tras un trago y llevar bigote con garantías.
-¿Y qué barrio es ese?
-El barrio de San Telmo.
-¿En Buenos Aires?
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-No.
-Desde luego, no tiene usted acento.
-Creo que se ha rayado el disco. Lo cambiaré, ¿le parece?
-Por mí bien, pero esta vez ponga lo que usted quiera.
-Voy a ver si tienen “Tabernero” para dedicársela al amigo de detrás de la barra, siempre conviene llevarse bien con los hosteleros, si me permite decirlo.
-Es un hombre muy formal este Cristóbal, no creo que tenga problemas con él.
-¡Vaya! Sólo tienen “Nuestra cita” o “La que murió en París”, y no puedo decidirme.
-Mejor no ponga ninguna, son muy tristes. Quizás algo francés.
-Es verdad, tengo la sensación de que lo francés es más alegre.
-No siempre, pero hay cosas interesantes en la discografía de Serge Gainsbourg.
-Y en Benjamin Biolay y en Dominique A y en Françoise Breut.
-Es mejor que decida usted, yo no quiero influirle, porque tengo ciertas cuitas pendientes con todos ellos y sus canciones.
-¿Cuitas?
-Sí, cuitas.
-Hacía tiempo que no oía esa palabra.
-Pues aquí la tiene de nuevo “cuitas”.
-Tiene una sonoridad que me gusta.
-Y a mí.
-Tiene una sonoridad que me gusta.
-Y a mí.
-Tiene una sonoridad que me gusta.
-Y a mí.
-Tiene una sonoridad que me gusta.
-Y a mí.
-Tiene una sonoridad que me gusta.
-Y a mí.
-Otra vez el disco rayado.
-Pero, ¡hombre de dios!, ¡qué capacidad tiene usted para escoger discos rayados!
-Lo lamento profundamente. Seguramente se deba a mis nervios.
-No conocía la canción que sonaba.
-No me extraña, es una cara B de Cojonin Cluso. Para más señas, de su segundo EP, “Charanga subliminal”
-¿Cojonin Cluso? Vaya nombres...
-Ya te digo... Uy perdón, ¿puedo tutearle?
-No tiene sentido que me lo pregunte si ya lo ha hecho.
-Perdone, se me escapó. Mi pregunta era por educación.
-Pues tutéame y veamos qué pasa, no sé si sabré seguir bien la conversación...
-No te preocupes TranTranPalenque, seguro que te sale bien.
-Esperemos. No lo pensaré y punto.
-Esto me recuerda a un relato de Nigel Rickembacker...
-¿Sí? ¿A cuál?
-Tar tar tar, tartamudear en un bar. ¿Lo has leído?
-Sí, y lo cierto es que no me gustó nada de nada, es el cuento más pretencioso de Rickembacker. Yo prefiero Ter ter ter, tercio de cerveza, no quinto. Ahí no se nota tanto que copia a Boris Vian y a Auster.
-Pero tiene cierto deje que... no sé, como que no.
-Qué sabrás tú, que rayas los discos. Anda...
-Puf puf, ya tuvo que salir la mierda.
-¿Acaso no está bueno el café?
-¿Cuál de los tres?
-No sé, cualquiera.
-Cualquiera está bien, pero los tres son malos de cojones.
-¿Por el coñac, por la leche o por el agua?
-No sé, pero reconozco que el café es cojonudo. Debe ser arábiga.
-Sólo la base, no te olvides. El torrefacto es lo que tiene.
-Ya, lo cierto es que no sé por qué he pedido café.
-Ni yo, y además este vinate perronero está bastante bueno.
-Me figuro...
-¿Quieres algo de picar? Me acaba de entrar hambre...
-Casi que no, prefiero el ayuno.
-¿Y eso?
-El otro día me llamaron gordo.
-Ah, ¿eras tú el de las palmeras bollo?
-Ehhh, ¿sí?
-¡Ajajá!
-Ajajá, ¿qué?
-Nada.
-¿Cómo que nada? No puedes soltar una exclamación así, como si tal cosa, puede dar lugar a muchas interpretaciones.
-Claro, pero no soy yo el que tiene que interpretar. Yo lo digo y queda ahí, ahora os toca interpretar a ti y al resto de amigos que nos miran.
-¿Quién nos mira?
-Gente.
-No me digas eso que me pongo nervioso. A veces me siento como letras sobre un papel blanco y eso no ayuda nada a mi ansiedad.
-Pues te jodes. Que sepas que hay gente que te come con la mirada. Ya ves, es como magia, pasas de estar en esta tasca a estar en su cerebro. Algunos te vomitarán después, o te soltarán como improperio o para quedar bien, pero tú aguanta, siempre volverás al papel.
-Pero no quiero volver al papel, quiero quedarme en sus cerebros. Ya puestos...
-Te entiendo pero no es posible. Aquí el único que no vuelve al papel soy yo, que decido lo que dices.
-Homenomejodas. ¿Tanto rollo pa esto? ¿Para eso me has traído a la tasca? Haberme pedido un marianito, coño, así lo llevaría mejor.
-Pensé en camuflarte un marianito rojo en un mosto, pero hubiera sido traicionero. Además la guinda me delataría.
-Pues haber cambiado la guinda por una aceituna, hombrededios. Me lo hubiera bebido con gusto. Para ser una patata con bigote y bombín tienes a veces pocas luces...
-Y tú para ser un personaje inventado me parece que te pasas un poco.
-Ya, ya. Ahora me has puesto nervioso, so cabrón. A ver, ¿dónde están los otros cuatro?
-Buscándome.
-Sí, ¿pero por dónde?
-Varias líneas más abajo, o varias fechas más atrás, como prefieras.
-Yo te he encontrado, no me ha resultado difícil.
-Porque yo me he dejado, que conste.
-Mira TranTranPalenque, tengo que agradecerte muchas cosas, pero a veces me resultas muy confuso. No sé qué pensar de ti, me pones nervioso.
-Pues vuélvete al barrio, te están buscando.
-¿Y qué le digo a mi señora?
-Nada, sigue en el cuadro. Eso sí, no le digas nada de la caja.
-No lo haré. Por cierto, no sé volver al barrio...
-Tranquilo, cuando yo ponga “FIN” estarás allí.
-Ah, bueno. Tú sí que sabes.
-FIN

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-TrantranPalenque, sigo aquí.
-Sí, pero ahora le das la mano a una embarazada.
-¡Hostias, es verdad! Oye, que además no me veo tan gordo, qué quieres que te diga.
-Te habrán pintado con buenos ojos. Eso ya no me incumbe a mí. Habla con el del espejo a ver, que yo me tengo que ir.
-Vale anda.
-Hasta pronto.
-Hasta pronto.
-FIN(dus).

jueves, 16 de agosto de 2012

Llegando a 1000

Si alguien más que yo se dedica a echarle un vistazo al contador de visitas del blog habrá podido comprobar que está llegando al número mil, cifra simbólica y de gran importancia porque dicen que es a partir de esta visita cuando se empieza a ganar dinero. Seguro que es un bulo de Internet porque a mí todavía no me ha ofrecido nadie pasta ni creo que lo hagan. En todo caso sé que esta página no es del todo un soliloquio y estoy en disposición de jurar ante la tumba de Elvis que no he sido yo el que ha elevado el contador cliqueando como un loco, que también podía haberlo hecho.

Confieso que cuando empecé esto no sabía cuánto iba a durar o si iba a superar el final del curso en Ávila o si tendría ideas (o ganas) para seguir durante el verano, pero aquí estamos y cada vez me cuesta menos ponerme a dar la chapa a quienes tengan la paciencia de entrar a ver cuál es la última ocurrencia de este interino errante. Estoy seguro de que hay quien se habrá dado cuenta de que últimamente hablo menos de cosas de la profesión y que el tono ha cambiado en algunos momentos, inclinándose más hacia lo personal-personal y menos hacia lo personal-laboral. También es verdad que, como me ha dado por publicitar a anónimos escritores de notas, notitas y servilletas, pues el título del blog puede ser un poco confuso. Pero como no pienso cambiarlo ni dejar de poner lo que mejor me parezca cada día, pido comprensión y ayuda mutua para alcanzar las 2000 visitas en un plazo razonable y así seguir albergando la esperanza de que Bill Gates me regale una muñeca chochona o un perrito piloto.

Seguiré por ahora inventándome diálogos o desarrollando conversaciones entretenidas que oigo por ahí, colgando las notas anónimas que siempre tienen la misma destinataria o señalando lo bueno y lo malo que, según mi entender y parecer, tiene esta profesión de mielda que adoro. Si durante unos días no actualizara esto no sería por no querer, sino por falta de tiempo (tendría que echar mano de mi tovarich el Amo del Tiempo, siempre y cuando él esté en condiciones), aunque también aviso de que ciertas entradas que he metido tienen vocación suicida. ¡Que no salten las alarmas! Lo que quiero decir es que espero que más pronto que tarde llegue el día en que no tenga que escribirlas y pueda susurrarlas a cierto oído. Entonces, si es menester, volveré a dedicarme exclusivamente a mencionar las bondades de las diferentes instituciones educativas públicas castellanoleonesas que me toque visitar o, como mucho, a inventarme arnolfinis o sigfridas o cortadores de pelo de canario que ya me caen simpáticos porque me han hecho disfrutar mientras los encontraba debajo de este teclado lleno de restos de ceniza de tabaco que, a pesar de todos mis esfuerzos, no es todavía enteramente de liar.

¿Y las canciones? Las que ya están son el disco más importante que le he grabado a nadie jamás. Confieso que en alguna ocasión he lamentado no poder componer canciones para abrirme una cuenta de myspace y dar el coñazo por otros medios, pero generalmente soy de la opinión de que hay otros que ya han dicho más o menos lo que yo quiero decir y que, por tanto, siguen valiendo para decir lo que yo quiero decir, y que se me entienda. Es verdad que si no encuentro la canción perfecta posiblemente tenga que inventármela yo, o contarla, o cantarla, pero no me preocupo excesivamente por ello porque sé que un día aparecerá y no necesitaré más canciones, igual que aparecerá el cuento más bonito del mundo y entonces no haré otra cosa más que centrarme en mi verbena particular y en mi propia chica con moño, igual que Abderramán III hará con su reina mora.

¿Y las películas y los libros? Ahí estarán para quien quiera atender a las opiniones de este espectador y lector errante que sólo sabe que hay montones de cosas divertidas que descubrir, algunas casi escondidas pero siempre enseñando la patita para que las encuentres, dándote pistas para llegar a sofás incómodos que se vuelven los más cómodos del mundo si te acompaña quien te tiene que acompañar.

En fin, que voy a seguir pensando en ti, lector/a, y puedo prometerte que seguiré escribiendo cosas para que te rías o me llames loco, indistintamente. Si sonríes será el mejor premio, y si te pongo triste alguna vez será momentáneo, pues lo que me encanta es imaginarte sonriendo. Gracias por todo.

Mil besos mil (un millón).

miércoles, 15 de agosto de 2012

Sonríe

Nuevamente hoy me han dejado una notita por debajo de la puerta. En el edificio donde viven mis padres hay mucho trajín y así es imposible tratar de averiguar quién puede ser la persona que, aprovechando el anonimato, se dedica a enviarme cosas que yo siempre acabo colgando aquí porque la inspiración es una señora que debe estar de vacaciones. Claro, el problema es que estas entradas tienen poco que ver con asuntos de interinos, pero a mí realmente me gusta pensar que en estos casos actúo como el editor de Nigel Rickembacker, que durante años publicó sus novelas desquiciadas sin llegar a conocerlo personalmente, ni a verlo, jamás.

En esta ocasión la nota viene escrita en letra apretada por detrás del recibo de una pensión con nombre de ciudad pero que no coincide con la ciudad en la que está la pensión. Es, por poner un ejemplo, como si en Segovia hubiera una pensión llamada “Pensión Ávila”. Vamos, creo que queda claro y os hacéis una idea. Muy convenientemente, los nombres de los huéspedes de la habitación (son dos), están tachados, cuidadosamente, con lápiz del dos, como si quien me lo envía quisiera que yo acabara conociendo su identidad o sacando como resultado cuatro, pero como resulta que ni tengo goma ni me apetece resolver este misterio, pues los nombres reales se van a quedar donde están, bajo esa capa de grafito y tan a gusto.

Mientras te esperaba ayer me comí un pincho de tortilla que me supo a gloria. Lo comí como tú haces, como lo hacen las personas que saben, destrozando poco a poco los pedazos y seleccionando con el tenedor los más apetitosos hasta que no queda ninguno en el plato, hasta que la patata, a veces poco cuajada con el huevo, me dijo que ya no tenía más ganas de pan. No sé si me supo a gloria porque te esperaba o porque la tortilla realmente estaba buena, pero no tiene mayor importancia porque yo era feliz.

Al fin llegaste y no eras tú, era alguien que se parecía mucho a ti. Me levanté del asiento y corrí a abrazar a quien pensaba que eras tú, dándome cuenta de mi error justo antes de apoyar mis brazos sobre sus hombros y de olerle el pelo. Me confundió porque durante un solo instante se cruzaron nuestras miradas y pensé que me miraba como me miras tú. Y lo pensé porque cuando te miro son tus ojos quienes llaman mi atención, me buscan y me encuentran. Siempre me encontrarán porque yo siempre los buscaré, porque no hay otros ojos como los tuyos, por mucho que otros ojos me quieran mirar como los tuyos o que otros ojos pretendan buscarte como te buscan los míos.

Subsanado el error volví a mi asiento y a mi café. Bebí unos sorbos y un rato después me encontré pensando en que el café sabe distinto según con quién lo tomes y según lo que te cuenten. De mis zapatillas sin velcro saqué la idea de escribirte una nota que dijera “sonríe”, pero en la servilleta sobre la que lo escribí apareció “te quiero” cuando se secó la tinta invisible del bolígrafo que me dejó un chino que jugaba a la tragaperras. Con mi nota servilletera en el bolso de la camisa, junto al corazón, es verdad, me arrellané en la silla mientras buscaba un periódico atrasado en la barra del bar. No lo había y me quedé sin enterarme de las noticias de anteayer, pero sí alcancé a oír cómo un vecino de la mesa de al lado le decía a otro “dulce vándalo”, mientras atacaba un pimiento relleno de croqueta de boletus. En algún momento sé que tuve la sensación de que hacía calor, pero no tiene importancia porque yo era feliz.

Llegaste tú de verdad. Esta vez no me equivoqué. Me levanté del asiento y corrí a abrazarte, a apoyar mis brazos sobre tus hombros y a olerte el pelo. Sonreí, hablé y lloré, pero no tiene importancia porque yo era feliz. Cuando algún día leas esta nota tal vez yo esté en otra ciudad y no me veas, pero no tengas duda de que sigue habiendo cafeterías donde esperarte, pinchos de tortilla para comerlos como tú y notas que te regalaré cuando llegues, y que además, como le robé el bolígrafo al chino de las tragaperras, cuando diga “sonríe”, estaré escribiendo “te quiero”. Así que sonríe.

Puf, me tengo que ir a tomar una cerveza.

martes, 14 de agosto de 2012

El hombre de las enfermedades raras

Hace tiempo conocí a un tipo que presumía de haber padecido las enfermedades más raras conocidas. No era del todo cierto porque realmente no eran cosas graves, del estilo de tener tres ojos o cosas así, pero sí que resultaba curioso oírle contar cómo se había dormido gracias a la epidural mientras le extirpaban los restos de cola simiesca o qué vergüenza había sentido cuando, mediante cauterización y ante dos estudiantes de medicina en prácticas, le habían recortado la campanilla, que la tenía tan larga que a veces se le posaba encima de la lengua.

Tal vez haya quien quiera ver en estas líneas algún tipo de insinuación fálica. Lo niego totalmente y lo descarto plenamente, pero reconozco que mis palabras podrían llevar a equívoco. De hecho este hombre no estaba como para presumir, fálicamente hablando (esto lo sé por una antigua novia suya con la que intercambié confidencias y cerveza caliente una noche fría, aunque también me puede haber mentido, ojo, dicen que tendía a exagerar).

Lo que sí es absolutamente verdad es que el tipo contaba con cierta gracia sus padecimientos, sus continuas visitas a médicos durante una etapa de su vida y recitaba la lista de diagnósticos como si de la lista de los reyes godos se tratase. Está claro que la lista de los reyes godos no se la sabe ahora ni cristo, pero tiene su gracia como canon para enlistar, ¿o no?. Él lo contaba así:

Mi lista de taras:
Triglicéridos como si me hubiera comido una vaca entera de una tacada.
Colesterol malo como si en la fábrica de dupis hubiera barra libre.
Extrasistolia ventricular como la del guacamayo Pepe, que acabó muriendo de viejo.
Exceso de longitud en la úvula, que no ovula pero tiene músculos.
Quiste pilonidal que demuestra la veracidad de las tesis de Darwin frente al creacionismo.
Discromatopsia que consigue que todas las batas blancas que realizan los diagnósticos anteriores a veces parezcan grises.


Está claro que vengo mal de fábrica, sentenciaba. Y todo esto mientras se tomaba una cerveza que a cierta gente, para mosquearla, le decía que veía en tonos pastel. Nunca le vi comerse un pastel pero deduzco que pasaba de comer merengue azul porque lo veía blanco.

Asistí en una ocasión a una escena bastante curiosa. Fue durante la época en que nos tratamos bastante y solíamos compartir tardenoches y alguna que otra meriendacena. Por la mañana nunca quedamos, decía que le venía mal. En cualquier caso cogió bastante confianza conmigo y pude comprobar cómo le gustaba provocar, sin previo aviso, a gente de lo más variado. La escena que quería relatar fue como sigue: en una tarde de otoño, tomándonos unos vinos calientes en cierto bar con nombre de campo de olivos, se le ocurrió empezar a contarme en voz alta, muy alta, demasiado alta, cómo le habían extirpado la cola y desde entonces le había cambiado la voz. Estoy convencido de que él esperaba que el resto de parroquianos comenzásemos, cual película musical, un número de cante y baile bien sincronizado bajo el título de “Eunuco dime tú”, pero lo único que obtuvo fue la mirada entre curiosa y despectiva, también vidriosa, de nuestros compañeros de barra, quienes rápidamente volvieron sus vidriosas miradas a sus vidrios semivacíos. Sé que esta falta de respuesta musical por nuestra parte le defraudó. Nunca me lo comentó, pero yo sé que él, en ese tipo de casos, cuando adoptaba esa pose, siempre tenía la vana esperanza de que todo se resolviese como en una escena de cine.

En otro momento de nuestra relación hubo una noche en la que me susurró “No sabes lo mucho que quiero a la REINamorA”, con un aliento a gintonis que recorrió mi martillo, yunque y estribo como viento del norte y, durante un lapso de tiempo, cambió de ubicación mis sentidos (porque en un rato llegué a oír por la nariz y a oler por la boca). Yo en ese momento era muy aficionado a la copla y pensé que, debido a la borrachera, estaba recitándome una estrofa, interpretada libremente (muy libremente), de La Zarzamora, versión Lola Flores. A día de hoy sigo preguntándome si no sería una interpretación errónea por mi parte, ya que tiempo después caí en la cuenta de que el alias que utilizaba en sus andanzas por la red siempre era “Abderramán III”. O puede que se tratase simplemente de un juego de palabras, que también le gustaban. Creo que pensé que me recitaba una canción porque era algo que solía hacer. Estabas hablando con él y, de pronto, te soltaba una estrofa de una canción que tenía en la cabeza. Y pienso también que muchas veces se las inventaba, porque decía que eran de grupos que ni yo ni otros conocíamos, pero a mí me divertía, sobre todo cuando se lo hacía a gente que no le conocía.

Sus triglicéridos, su colesterol malo, su extrasistolia ventricular, su úvula cauterizada, su quiste pilonidal y su discromatopsia desaparecieron un día con él. Dicen que vive más allá de las montañas y que es feliz, o al menos sabe que será feliz. Incluso puede que tenga un blog.

lunes, 13 de agosto de 2012

El Amo del Tiempo ha perdido las horas

-Buenos días, ¿tiene usted hora?
-Tendría que tenerla, caballero, soy el Amo del Tiempo.
-¿Y entonces ese tono de duda que denotan sus palabras?
-Pues que, lamentablemente, no puedo ofrecerle horas porque las he perdido.
-¡Pues menudo Amo del Tiempo que está usted hecho!
-No me lo repita usted también, por favor. Llevo ya unas cuantas reprimendas esta mañana...
-¿Y le extraña?
-No, claro que no, pero no me gusta oír obviedades tan de seguido.
-Es que, fíjese usted, un Amo del Tiempo que no es capaz de atender una mísera petición de hora...
-¿Y qué quiere que yo le haga, señor mío? A veces un Amo del Tiempo también puede perder el tiempo, no sería la primera vez que ocurre algo así.
-No me diga, me parece inconcebible, ya que lo comenta.
-Pues concíbalo, baloconcí y cíbalocon, he dicho.
-¿Qué ha dicho?
-Concíbalo, baloconcí y cíbalocon, ¿necesita nuevas referencias?
-Pues sí, la verdad es que me encuentro un poco perdido con usted.
-Tendría que estarlo, caballero, soy el Amo del Tiempo.
-Que pierde el tiempo...
-Eso es irrelevante, ¿acaso cree que somos iguales usted y yo?
-Ni se me había pasado por la cabeza hasta ahora.
-Déjeme hacerle una pregunta
-A ver...
-¿Por qué motivo me pedía usted la hora? ¿O me pedía hora? ¿O quería hora?
-Eso son tres preguntas...
-A las que usted puede responder en el orden que le plazca.
-Pues a ver, por orden inverso, yo quería hora con el dentista, le tengo que pedir hora a mi psiquiatra y a usted, concretamente, le preguntaba que qué hora era.
-¿Y ha resuelto alguna de esas tres cosas?
-Como comprenderá, no.
-Por lo tanto considerará usted que está perdiendo el tiempo mientras habla conmigo
-Yo no lo habría expresado mejor
-Pues mire usted, en eso sí que somos iguales
-¿Y a mí qué me resuelve eso?
-Tal vez nada, pero sepa que usted y yo no somos iguales
-¿Me va a formular nuevas preguntas que no llevan a ninguna parte? Debe ser verdad que es usted el Amo del Tiempo, porque lo derrocha a manos llenas...
-No le formularé más preguntas, caballero, es usted un Esclavo del Tiempo y por tanto me debe rendir pleitesía. Ya está tardando...
-¡Qué desfachatez!, llamarme a mí esclavo con los tiempos que corren...
-Y más que correrán, corren tanto que se me han escapado...
-¿Y qué quiere que yo le diga? Prácticamente acaba de insultarme llamándome esclavo, no querrá encima mi ayuda...
-No, señor mío, yo sólo quiero su reloj.
-Pero si no tengo reloj, por eso le pedía la hora...
-¿Y no se la he dado?
-No, me ha dicho que le resultaba imposible.
-¿Y eso cómo es?
-Al parecer las ha perdido usted.
-No puedo creerlo, si soy el Amo del Tiempo...
-Y yo el presidente de mi comunidad, pero no me enorgullezco de ello.
-¿Ah, sí? Qué interesante. ¿No siente usted que en las reuniones de vecinos se pierde mucho el tiempo?
-No lo siento, lo padezco.
-¿Y no cree que tal vez sea porque las horas, esas mismas horas que yo he perdido, a veces son un poco díscolas y pasan a su manera, como pavoneándose?
-Bueno... yo realmente pensaba que era culpa de la vecina del 6ºE, que está siempre quejándose del inquilino que tiene debajo, que como está alquilado no acude a las reuniones.
-¿Y qué quejas formula su vecina, en alianza con mis horas perdidas, para hacer que esas reuniones sean tan insufribles, caballero?
-Dice que, entre otras cosas, el joven está enamorado.
-¿Y a ella eso le parece mal? Perdone, pero no veo en qué forma eso puede suponer una molestia para el vecino del piso inmediatamente superior...
-Yo creía que era broma, pero al parecer el sentimiento del joven es contagioso y la señora dice que su marido, después de 20 años, ha vuelto a hacerle proposiciones indecentes.
-Señor mío, eso es algo digno de celebración, no de escarnio
-Eso le dije yo a la mujer, pero al parecer ella no es de la misma opinión. Su confesor tampoco...
-Es una señora del Opus Dei, ¿me equivoco?
-Se equivoca. Es kika.
-¿Come maíz tostado?
-Sí, como una gallinita, no vea qué reuniones nos da, con ese aliento a salsa barbacoa...
-Pues tendrá que mandarla a paseo, póngase de acuerdo con los demás vecinos.
-Eso me gustaría, pero las quejas sobre el joven no acaban ahí.
-Ah, ¿no?
-No, ni mucho menos, pero sería muy largo relatárselo.
-No se preocupe, tengo tiempo.
-Ya, pero yo no tanto.
-¿Ve usted como yo soy Amo y usted Esclavo?
-¿Del Tiempo? Tal vez...
-No, de la vida.
-¿Y eso?
-Porque a mí me parece glorioso que haya un solo joven enamorado, mientras usted se preocupa por la vecina y no lo festeja.
-Entiéndame, es mi responsabilidad como presidente atender las quejas del vecindario.
-Y ya que estamos, ¿el joven no se ha dirigido a usted en ninguna ocasión?
-Sí, es una persona curiosa, sonríe siempre que me saluda.
-¿Y eso le extraña?
-No estoy acostumbrado.
-Y la señora, ¿le sonríe cuando le saluda?
-Se santigua, es antigua.
-Pero usted no tiene pinta de demoño.
-Me refiero a cuando él la saluda a ella, me los encontré un día donde los buzones.
-¿Pero él tiene pinta de demoño?
-No, la verdad es que parece normal, pero sí es cierto que una vez le vi con una chica con moño.
-¿Cree usted que era su enamorada?
-Yo no creo nada, yo sólo sé, y lo que no sé, no lo creo.
-¿Entonces lo cree o no lo cree? No me líe.
-Lo sé.
-Menos mal. Y dígame, ¿le pareció a usted bonita la chica del moño?
-Absolutamente, yo diría preciosa.
-¿Y cómo se les veía juntos?
-Muy bien, era todo como muy natural, ¿sabe? Cierto es que sólo los vi unos instantes...
-A propósito, ¿cómo sabe usted que ella era su enamorada? Podía ser su hermana, por ejemplo.
-Lo sé porque antes de saludarles vi cómo él le hacía una caricia invisible...
-¿Qué es eso?
-¿No conoce usted la película Besos Robados?
-No, ¿debería?
-¡Claro que debería! No tiene tanto tiempo...
-Claro que no, lo he perdido, ya lo sabe. Y por favor, no siga por ahí, se lo advierto...
-Está bien. Le explico, las caricias invisibles son una gran demostración de amor porque se hacen sin tocar.
-¿Una caricia sin tocar? ¿No es un poco contradictorio eso?
-Por supuesto, ahí reside lo bonito del asunto.
-Explíqueme más.
-Saber dar una caricia invisible está sólo al alcance de unos pocos porque la mayoría de la gente tiende a tocar al otro, piensa que el contacto es la vía de expresión del afecto, pero se equivocan.
-Mmmm, es interesante.
-Sí, lo importante de la caricia no es darla, es querer darla.
-Nunca lo había visto desde esa perspectiva. Pero, espere, estoy pensando en ella. ¿Cómo sabe que él le quiere dar la caricia?
-Porque él se lo ha prometido.
-¿Y ella le cree?
-¿Usted qué cree?
-¿Cree que usted creería a quien le hiciera esa promesa?
-Desde luego, yo me creo todo lo que es bonito, porque lo sé.
-¿Qué sabe?
-Que es verdad.
-Pero si no la toca con la caricia...
-Da igual, ya le dije que tocar no es necesario, una caricia invisible está al alcance de muy pocos. Digamos que una caricia visible es imperfecta porque exige ser demostrada, mientras que la invisible basta por sí sola, se sabe que está.
-Pero sólo lo saben ellos...
-¿Y qué más da? ¿No le parece suficiente? Son ellos los interesados.
-Cierto, ¿pero no exige el amor de expresión pública?
-Tal vez sí, tal vez no, no tengo la respuesta para eso.
-Pues aclárese, porque antes me dijo que usted vio cómo él le daba a ella una caricia invisible...
-Pero eso es porque uno siempre reconoce a sus iguales
-Ah, entonces me quiere decir que usted es otro de ésos que saben darlas, según su extraña teoría.
-Sí, pero ahora no tengo caricias invisibles que dar.
-Le pasa a usted como a mí con las horas.
-Tal vez, ni lo sé ni lo creo, pero me lo figuro.
-Yo sé que mis horas se han perdido porque son díscolas y caprichosas, a veces corren y a veces remolonean, no me hacen caso nunca y se ríen de mí a mis espaldas, pero ¿cómo puede haber perdido usted sus caricias invisibles?
-No he dicho que las haya perdido, he dicho que no tengo para dar.
-¿Entonces las guarda usted?
-Claro, están reservadas
-¿Para su propia chica de moño?
-Sí, está en el extranjero.
-Pero volverá...
-Desde luego.
-Sabe usted que podría ayudarle, ¿no? Soy el Amo del Tiempo.
-Ya bueno, un Amo del Tiempo que ha perdido sus horas.
-Óigame, ya le he dicho que “sé que mis horas se han perdido porque son díscolas y caprichosas, a veces corren y a veces remolonean, no me hacen caso nunca y se ríen de mí a mis espaldas”. A propósito, ¿qué tal le parece que me autocite?
-Es un poco barato, pensaba que siendo usted Amo del Tiempo tendría más recursos.
-Cierto es, pero es que también me encanta el autoplagio, suena tan contradictorio...
-Autocitarse, autoplagiarse, autocontrolarse, autodestruirse, autolavarse, autosecarse, autopista, auto...
-Perdone, autopista no es un verbo reflexivo.
-Ya lo sé, es una cinta de hormigón por la que van autos.
-Eso tampoco es un verbo reflexivo, pero ya puestos, a mí me gusta la palabra “autocar”.
-¿Las comillas son porque se autocita usted de nuevo?
-No, eso lo señalo con cursiva. Vea usted: No, eso lo señalo con cursiva.
-Me ha quedado claro. Hablaba usted del autocar.
-Cierto, es un término que aprecio mucho.
-¿Por qué motivo?
-Porque es una mezcla de griego e inglés, dos de mis idiomas favoritos.
-Es verdad.
-¿Es verdad qué?
-Que son dos de sus idiomas favoritos.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Porque me lo ha dicho antes.
-Señor mío, yo sólo le he dicho que soy el Amo del Tiempo.
-Perdón, había entendido que dos de sus idiomas favoritos eran el griego y el inglés.
-En ocasiones me sorprende usted mucho.
-¿Para bien o para mal?
-Déjeme que lo valore al final de esta conversación sin final.
-Eso me parece contradictorio.
-Nunca le dije que no lo fuera, señor mío.
-Cierto es. Igual que lo es que usted me ofreció antes ayuda.
-Y lo reitero.
-Pues se la acepto, ¿cómo me va a ayudar?
-Haciendo volar el tiempo.
-¿Puede usted hacer eso?
-¡Pero bueno! ¿Acaso no me cree cuando le digo que soy el Amo del Tiempo?
-En ocasiones sí, en ocasiones no. Ya le he dicho que sólo me creo lo que sé. Y esto no lo sé.
-Pues sepa usted, caballero, que soy el Amo del Tiempo. Aunque mis horas se hayan perdido.
-¡Pues menudo Amo del Tiempo que está usted hecho!
-Ahora es usted quien se autocita.
-No me había dado cuenta, no suelo tener esa costumbre, así que permítame que siga su ejemplo: ¡Pues menudo Amo del Tiempo que está usted hecho!
-Así está mejor. Ya verá cómo mis horas perdidas vuelven pronto, son dos y no creo que anden lejos.
-¿Dos?
-Sí, Par e Impar. Seguro que le caerán bien, aunque ya le he dicho que a veces se ríen de mí a mis espaldas.
-¿Tienen malicia?
-No tanta, pero les gusta hacerme jugarretas, como cuando se disfrazan.
-¿Se disfrazan?
-Sí, por la noche, por ejemplo. A las 23 no sé quién es Par ni quién es Impar, y a las 24 las dos son extrañamente par-ecidas...
-¿Ha habido un salto de línea? Lo digo por el guión...
-Señor mío, eso ya no se lleva desde que existen los procesadores de textos tipo openoffice. El guión responde a un juego de palabras.
-Ya me par-ecía. Me gusta además que use usted software libre...
-Soy el Amo del Tiempo, recuérdelo, tráteme con respeto y ni se le ocurra insinuar a ninguna hora lo del software libre, parece de pobre.
-No pretendía ofenderle.
-Ni yo hacer publicidad gratuita. Por otra par-te, ahí vienen mis dos horas. Y como siempre que se pierden, vuelven con toda la parsimonia del mundo.
-¿Entonces ahora podrá ayudarme?
-Ya le he ayudado, señor mío. Son las nueve.
-Ah, yo creí que eran las tres.
-Sepa que me ha caído usted simpático.
-Ah, entonces deduzco que es el fin de la conversación.
-Podemos seguir si usted quiere.
-No tengo tiempo.
-Eso me parece una faltosada que sobraba. Soy el Amo del Tiempo.
-Perdone, no era mi intención. Me ha sido usted de gran ayuda.
-No sabe cuánto me alegro.
-Y yo.
-Recuerde, soy el Amo del Tiempo.
-Y yo.

viernes, 3 de agosto de 2012

El señor Arnolfini se ha ido


Al igual que en la novela de Nigel Rickembacker, el señor Arnolfini entró en la habitación y se encontró con una caja que le habló. La caja le dijo cosas maravillosas y duras, le dijo todo lo que siempre y nunca había querido oír. Al mismo tiempo.

La caja estaba poco ornamentada, tenía simplemente unas asideras a los lados y parecía haber sido fabricada siglos atrás, pero aún así las palabras que de ella salieron fueron para el señor Arnolfini tal revelación que después de oírlas ya no fue nunca más el mismo.

A los pocos días de la conversación, abandonó a su mujer y su negocio. Salió una mañana de casa y no se volvió a saber de él en el barrio de San Telmo, hasta tal punto que sigue siendo el día de hoy y cuando un hombre, oscuras o claras las razones que le lleven a ello, abandona su vida y a su familia, recibe el apelativo poco cariñoso de “arnolfo”. Tanto caló su ausencia entre el vecindario que hasta ese momento le apreciaba y le quería por su locuacidad y su buen humor, que todos se volcaron en atender a la esposa abandonada, quien al principio no tuvo fuerzas para tomar las riendas de un negocio que, habiendo sido próspero, estaba en franco declive desde que el señor Arnolfini comenzara a hacerse preguntas sobre cosas que hasta entonces habían estado muy alejadas de sus preocupaciones cotidianas.

Sigfrida, hija de un comerciante de Jena y casada en primeras nupcias, y enamorada, con el señor Arnolfini, nunca fue capaz de entender la razón por la que su marido, que siempre había dado muestras de una estabilidad mental a prueba de bombas, decidió un día hacer el petate sin dignarse siquiera a despedirse de la forma apropiada, tal como su padre había hecho con su madre o como su abuelo había hecho con una tal Doramunda Pilsen, que no era su abuela pero que aparecía en todas las fotos que conservaba de él.

Los amigos, si así se puede llamar a quienes compartían naipes y tragos con el señor Arnolfini en la taberna de Ludovico, emigrante de origen oscuro pero con acento polaco muy evidente, culparon de todo a la sangre italiana, napolitana para más señas, que corría por las venas del señor Arnolfini.

-Siempre os dije que de un italiano no se puede fiar uno, ¿o no os lo dije? - repetía incansable el abuelo Mortimer, decano de los bebedores del barrio de San Telmo, antiguo marinero de quien los rumores decían que tenía más hijos desperdigados por los puertos del mundo que dedos en las manos.

A lo que habitualmente el conde Barufski, exiliado ruso dedicado a no se sabe muy bien qué negocio de importaciones, respondía airadamente haciendo referencias a las filias que el señor Arnolfini había demostrado siempre hacia los bolcheviques que le habían obligado a abandonar su país tras “quitarme las tierras, la casa y el servicio”. Servicio que, para que conste, estaba conformado por dos ucranianas de amplias caderas, una cocinera georgiana de edad indefinida con arrugas que la acompañaban desde su juventud y un viejo cosaco que se ocupaba del jardín y podaba las flores como si cortara cabezas de enemigos hunos, turcos o sabe dios de dónde.

Si a alguno de todos ellos le hubieran importado lo más mínimo las cuestiones belicosas, Rusia, Polonia, Alemania y los siete mares hubieran declarado la guerra a una Italia que el señor Arnolfini conocía más por las historias de los emigrantes que se acercaban a su negocio a pedir consejo que por sus propias experiencias.

Por su parte, la caja poco ornamentada con asideras había pasado por muchas manos a lo largo de su vida. Desde un comerciante judío de Hamburgo que la tuvo que malvender, cuando sus telas pasaron de moda, a un granjero escandinavo que cierto día encontró a su esposa con un mozo de cuadras en actitud poco decorosa y decidió que no había muerte más digna que arrojarse al vacío desde uno de los picos de los montes Koljen. El joven mozo de cuadras, de apellido Larsson, no opinaba lo mismo pero fue el involuntario protagonista de la fantasía de muerte digna del granjero. Cayó a plomo, y mientras exhalaba su último aliento pudo notar el llanto lejano de la esposa del granjero. Nunca supo que el llanto se debía a la detención, brutal, del granjero a manos de los gendarmes altos y rubios que la misma esposa había convocado en cuanto supo de las intenciones de su marido. El joven mozo de cuadras murió feliz. O eso cuentan. La granjera, debido al encarcelamiento de su esposo, vio cómo la caja, junto con todas sus pertenencias, pasaba a depositarse en un húmedo sótano de los juzgados de cierta capital nórdica mientras se resolvía el juicio contra su granjero, y fue ahí donde Johann, vigilante con serios problemas de adicción al juego, la vio y la recuperó para la circulación, entregándosela sin contemplaciones al barbudo Bernini, prestamista oficial de todos los perdedores de la ciudad y extraoficial de todos los potentados que necesitaban satisfacer los caprichos caros de sus amantes. Cuando Bernini cayó en desgracia por excederse en sus exigencias de devolución de un préstamo al fiscal Rostemberg, quien le había pedido más de 2000 coronas para cubrir en un manto de silencio la desgraciada apoplejía de su hijo menor en el prostíbulo más piojoso de la ciudad, lo único que pudo llevarse, por las prisas, fue la caja, asida por las asideras, mientras dejaba atrás sus préstamos, sus intereses del 15% y a un gran número de deudores encantados. Fue Bernini quien, recién llegado a San Telmo, preguntó por algún italiano que pudiera ayudarle y todos le remitieron al negocio del señor Arnolfini, quien no tuvo inconveniente en hacerse con la caja a cambio de unos días de hospedaje y varios buenos consejos comerciales, que por supuesto Bernini desoyó. Tal vez si Bernini hubiera atendido a lo que el señor Arnolfini le había dicho, no hubiera sido su cuerpo el que apareció flotando cerca de un barco de pabellón noruego que acababa de fondear en el puerto para recoger un cargamento de coque vendido en una operación mercantil cuyo intermediario, un tal Mortimer, se había embolsado el 15% como comisión.

La caja pasó años en la habitación vacía del último piso de la casa que ocupaban el señor Arnolfini y Sigfrida, hasta que el señor Arnolfini la olvidó por completo. Pero cierto día apareció por su negocio un hombre con fuerte acento alemán que le planteó tres preguntas después de haberse presentado como “Himberg, antiguo comerciante de telas y actualmente titiritero y prestidigitador”. Las tres preguntas nadie las conoce, pero sumieron al señor Arnolfini, que nunca se refirió a ellas más que como “mis tres desgracias”, en un estado de apatía tal que desatendió el negocio, a su esposa y a sus amigos. Un sábado, casi a la hora de cierre, entró en el negocio una señora rubia, entrada en años y que dijo responder al apellido de Persson. Cuentan las malas lenguas que salió del establecimiento arreglándose la blusa, como si se la hubiera quitado, pero el señor Arnolfini, famoso por su rectitud y moralidad, sólo quiso responder a los rumores con un lacónico “mis tres desgracias son desde hace tiempo cuatro”.

Todos en el barrio se olvidaron de estas anécdotas hasta que el señor Arnolfini desapareció. Lo que le dijo la caja sigue siendo un misterio porque nadie ha vuelto a verle jamás. Lo que sí es cierto es que Sigfrida, tras pasar un dolor tremendo, reformó el negocio decadente y comenzó a vender telas, con tal éxito que pudo comprar una granja en las afueras, tal como había soñado de niña en Jena, y llegó a convertirse en la prestamista oficial de todos los perdedores de la ciudad y extraoficial de todos los potentados que necesitaban satisfacer los caprichos caros de sus amantes. Nunca supo de la existencia de la caja con asideras a los lados.