Hace tiempo conocí a un
tipo que presumía de haber padecido las enfermedades más raras
conocidas. No era del todo cierto porque realmente no eran cosas
graves, del estilo de tener tres ojos o cosas así, pero sí que
resultaba curioso oírle contar cómo se había dormido gracias a la
epidural mientras le extirpaban los restos de cola simiesca o qué
vergüenza había sentido cuando, mediante cauterización y ante dos
estudiantes de medicina en prácticas, le habían recortado la
campanilla, que la tenía tan larga que a veces se le posaba encima
de la lengua.
Tal vez haya quien quiera
ver en estas líneas algún tipo de insinuación fálica. Lo niego
totalmente y lo descarto plenamente, pero reconozco que mis palabras
podrían llevar a equívoco. De hecho este hombre no estaba como para
presumir, fálicamente hablando (esto lo sé por una antigua novia
suya con la que intercambié confidencias y cerveza caliente una
noche fría, aunque también me puede haber mentido, ojo, dicen que
tendía a exagerar).
Lo que sí es
absolutamente verdad es que el tipo contaba con cierta gracia sus
padecimientos, sus continuas visitas a médicos durante una etapa de
su vida y recitaba la lista de diagnósticos como si de la lista de
los reyes godos se tratase. Está claro que la lista de los reyes
godos no se la sabe ahora ni cristo, pero tiene su gracia como canon
para enlistar, ¿o no?. Él lo contaba así:
Mi lista de taras:
Triglicéridos como si
me hubiera comido una vaca entera de una tacada.
Colesterol malo como si
en la fábrica de dupis hubiera barra libre.
Extrasistolia
ventricular como la del guacamayo Pepe, que acabó muriendo de viejo.
Exceso de longitud en
la úvula, que no ovula pero tiene músculos.
Quiste pilonidal que
demuestra la veracidad de las tesis de Darwin frente al creacionismo.
Discromatopsia que
consigue que todas las batas blancas que realizan los diagnósticos
anteriores a veces parezcan grises.
Está claro que vengo
mal de fábrica, sentenciaba. Y
todo esto mientras se tomaba una cerveza que a cierta gente, para
mosquearla, le decía que veía en tonos pastel. Nunca le vi comerse
un pastel pero deduzco que pasaba de comer merengue azul porque lo
veía blanco.
Asistí en una ocasión a
una escena bastante curiosa. Fue durante la época en que nos
tratamos bastante y solíamos compartir tardenoches y alguna que otra
meriendacena. Por la mañana nunca quedamos, decía que le venía
mal. En cualquier caso cogió bastante confianza conmigo y pude
comprobar cómo le gustaba provocar, sin previo aviso, a gente de lo
más variado. La escena que quería relatar fue como sigue: en una
tarde de otoño, tomándonos unos vinos calientes en cierto bar con
nombre de campo de olivos, se le ocurrió empezar a contarme en voz
alta, muy alta, demasiado alta, cómo le habían extirpado la cola y
desde entonces le había cambiado la voz. Estoy convencido de que él
esperaba que el resto de parroquianos comenzásemos, cual película
musical, un número de cante y baile bien sincronizado bajo el título
de “Eunuco dime tú”, pero lo único que obtuvo fue la mirada
entre curiosa y despectiva, también vidriosa, de nuestros compañeros
de barra, quienes rápidamente volvieron sus vidriosas miradas a sus
vidrios semivacíos. Sé que esta falta de respuesta musical por
nuestra parte le defraudó. Nunca me lo comentó, pero yo sé que él,
en ese tipo de casos, cuando adoptaba esa pose, siempre tenía la
vana esperanza de que todo se resolviese como en una escena de cine.
En otro momento de
nuestra relación hubo una noche en la que me susurró “No sabes
lo mucho que quiero a la REINamorA”, con un aliento a gintonis
que recorrió mi martillo, yunque y estribo como viento del norte y,
durante un lapso de tiempo, cambió de ubicación mis sentidos
(porque en un rato llegué a oír por la nariz y a oler por la boca).
Yo en ese momento era muy aficionado a la copla y pensé que, debido
a la borrachera, estaba recitándome una estrofa, interpretada
libremente (muy libremente), de La Zarzamora,
versión Lola Flores. A día de hoy sigo preguntándome si no
sería una interpretación errónea por mi parte, ya que tiempo
después caí en la cuenta de que el alias que utilizaba en sus
andanzas por la red siempre era “Abderramán III”. O puede que se
tratase simplemente de un juego de palabras, que también le
gustaban. Creo que pensé que me recitaba una canción porque era
algo que solía hacer. Estabas hablando con él y, de pronto, te
soltaba una estrofa de una canción que tenía en la cabeza. Y pienso
también que muchas veces se las inventaba, porque decía que eran de
grupos que ni yo ni otros conocíamos, pero a mí me divertía, sobre
todo cuando se lo hacía a gente que no le conocía.
Sus triglicéridos, su
colesterol malo, su extrasistolia ventricular, su úvula cauterizada,
su quiste pilonidal y su discromatopsia desaparecieron un día con
él. Dicen que vive más allá de las montañas y que es feliz, o al
menos sabe que será feliz. Incluso puede que tenga un blog.
(carcajada, sonrisa y semblante triste).
ResponderEliminarMe han dicho por ahí que él sabe a ciencia cierta que será feliz.
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