Algunos de los últimos
fines de semana son un poco torbellino. Es culpa mía porque hay
determinadas cosas que gestiono de forma un tanto caótica y al final
acabo sin saber muy bien qué hacer, y entonces toca resolver y
cuando se resuelve, a lo cubano, todo puede salir bien o puede salir
mal.
El viernes volví a hacer
lo del cambio de provincia y aparecí en una ciudad con acueducto
para asistir un concierto genial y hacer una pintada. Sobre lo
segundo no abundaré por esta vía, pero sobre lo primero sí porque
me ha hecho reflexionar sobre cómo, cuando nos quitamos las
tonterías, nos damos cuenta de que nos gusta la música americana,
las ray-ban o las gafas de madero motorista de Los Ángeles, las
patillas y el rock and roll. Generalmente tengo debilidad por los
grupos con trompeta, es algo que no sé muy bien cómo explicar pero
que siempre me ha pasado; yo no sé si es porque tengo algún tipo de
fijación infantil con las trompetas y los trombones (igual la
trompeta es algo fálico, pero el trombón es fijo por algo sexual
por aquello de palante-patrás, con mucha saliva), o por otras
razones, pero siempre he dicho que una sección de viento bien puesta
puede salvar una canción y hacerla pasar de normalita a maravillosa.
Es una opinión madurada con el tiempo, no lo digo a lo loco, pero
admito críticas siempre que vengan acompañadas de ejemplo
consiguiente (seguro que hay, algunos arreglos orquestales del Serrat
primerizo darían para mucho comentario).
Cuando hago estas cosas
de cambiar de provincia para ir a un concierto, normalmente me suelo
quedar a dormir en una pensión. Así no me arriesgo a tener movidas
con el chocherito leré y que me pongan un multazo de flipar que
destrozaría definitivamente mi precaria economía: es una cuestión
de análisis de riesgos y valoración calmada de las alternativas,
simplemente. Y esto lo digo porque además he instaurado un nuevo
ritual en mi vida que consiste fundamentalmente en pedir una caña en
cada bar que me pilla de paso entre la pensión y el lugar del
concierto. Sí, es un juego peligroso, porque si te pasa como me
ocurrió no hace mucho en Valladolid, donde me tuve que patear bajo
la lluvia prácticamente entero el Paseo de Zorrilla, puedes
encontrarte que el número de bares sea exponencialmente superior a
la capacidad de aguante de tu cuerpo, y entonces tenemos un problema.
En esta ocasión no fue para tanto, pero encontré un kiosko
gestionado por unas rusas donde las cañas eran baratas y sólo
ofrecían pa acompañar olivas o maní, que son dos cosas muy
apropiadas para una noche de calor y nada elaboradas, como más tapa
auténtica, vamos.
Los Corizonas se salieron
y fue un conciertazo. Poco voy a decir porque ni soy ni quiero ser
crítico musical, pero es de los mejores que recuerdo últimamente y
al que, tristemente, sólo le faltó que ella estuviera conmigo (ella
es la misma que la de las canciones para ella, claro). Conseguí la
proeza, posteriormente, de no liarla parda yéndome a conocer al
tocayo de uno de mis bares favoritos de todos los tiempos, y así
logré que la mañana del sábado fuera algo razonable y lograra
escuchar con atención a cierto cantante callejero que, caminando por
cerca del acueducto, canturreaba algo tan así como “Qué le has
hecho a mi corazón que parece que es domingo”, que resulta ser de
una canción de rap pero éste la cantaba en tono flamenco. También
logré comer dos huevos fritos que juro por mi vida que parecían los
huevos fritos con más yema del mundo, no sé si es que son huevos de
La Granja o qué, no sé ni siquiera si en La Granja son famosos por
sus huevos, pero ¡la virrrgeeennnn! Eso sí, las patatas chungas
chungas, pa no repetir. Qué contrastes, pensaba yo.
En todo caso, me
reconcilié con la música americana y con las películas del oeste.
Volvía luego pensando que estas cosas deben ser fruto de la madurez,
las canas o algo así, porque noto que con el paso del tiempo se me
están quitando muchas tonterías que alguna vez pensé (o no pensé,
sino que fue cliché) y que luego dejé ahí, como congeladas, en
plan idea fija que, volviendo luego a ella tras un tiempo, te das
cuenta de que es una chorrada. Cómo no va a ser una chorrada cuando
están los Blues Brothers o cuando recuperas esto:
Apetece ponerse sombrero
de vaquero, la camisa de cuadros, coger la moto y tragar polvo por la
ruta 66, yo qué queréis que os diga.
Y es que sí, para muchas
cosas no queda otra que asumir que somos también hijos de la cultura
yanki y que, nos guste o no, esa influencia se nota mucho en las
cosas que hacemos o que nos gustan. Yo, como también soy hijo del
Este, pues a veces me siento un poco en medio de todo, pero creo que
es para bien, que resulta positivo en el fondo y que permite tener
más perspectiva de las cosas. Y claro, el Este también tuvo su
propio R'n'R y también mola
Sí, hoy estoy en plan
conciliador y me gusta. Esta tarde me apetece mucho hacer una cosa
que creo que haré y que seguramente la acabe contando por aquí,
pero por algún extraño motivo, que no sé a qué carajo viene, me
apetece esta noche ver La Soga.
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